A 200 años la integración latinoamericana y del Caribe ha avanzado, a pesar del desarrollo de economías de guerra como método para la estructuración de la geopolítica regional, pues ha frustrado muchos intentos, desde la idea originaria de la gran nación bolivariana y de los libertadores de América base fundacional de las fuerzas militares y de policía, paradójicamente también inspiración de los grupos insurgentes. Este ideario de la gran nación estuvo precedido de prolongadas luchas de resistencia indígena primero y de las negritudes después, fortalecidas por los pardos que contribuyeron con la consolidación de los procesos independentistas de Hispanoamérica. Las experiencias de integración han tenido al menos tres vertientes. La primera implementadas en el siglo XX a propuesta de Estados Unidos [Carta de Chapultepec], la segunda inspirada en la Unión Europea [Convención de Lame] que perfiló la articulación de la región mediante planes de inversión ceñidos a sus intereses y con limitaciones en la transferencia de tecnología, se transformaron en experiencias regionales, soportadas en la renta de adhesión de buena parte de los gobiernos regionales, haciendo énfasis en la liberalización comercial. La tercera opción en el siglo XXI se ha construido a partir de la modificación del mapa del poder político de América latina y el Caribe y del advenimiento de nuevos interlocutores a nivel mundial como los países integrantes de los BRICS plus (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Para consolidar la utopía de la integración hay cuatro componentes básicos. De una parte, mayor apropiación de los movimientos sociales en las negociaciones de la integración, autonomía en seguridad y defensa, regulación del capital financiero y utilización de monedas nacionales y moneda común para dinamizar el comercio intrarregional con el fortalecimiento de la actividad productiva, como contribución al buen vivir de la población.