No hace tanto que las sardinas eran meramente un plato «canalla», al decir de Julio Camba, digno solo de establecimientos llenos de un humo que se adhería a la ropa como una segunda y nada agradable piel o de chiringuitos de playa, de puerto o de romería. Y sigue siéndolo, en buena medida, en muchos lugares, caídas como están en el exilio bullanguero del turismo más cutre. Es el pago que tienen que abonar por haber sido tantas, tan fáciles de pes...