El teatro, como el arte, parece destinado irreversiblemente a la pura exhibición museística y arqueológica. Los signos son evidentes. La gran complejidad burocrática y económica que existe entre la simple formulación de la idea creativa y su realización práctica, ha propiciado la intervención proteccionista de los Estados con su nuevo modelo neoliberal de nacionalización cultural. Nuestro viejo oficio teatral agoniza entre asesores, consejerías y departamentos ministeriales. Las piojosas carretas han sido sustituidas por costosos edificios faraónicos, pero en el cambio se ha perdido algo tan esencial como la obscenidad y la transgresión. Hoy, cualquier representación es susceptible de obtener el Premio Nacional de Teatro, y esta situación decadente es responsabilidad exclusiva de todos.