Nunca los testimonios personales sobre el cuerpo han sido tan realistas y precisos como hoy. Nunca han sido tan diversos, tan numerosos. Incluso jamás han sido tan ambiciosos, pretendiendo develar lo oculto, esbozar interpretaciones subyacentes, comunicar emociones, afectos. No sorprende que en su Diario de un cuerpo (2012), Daniel Pennac se entregue a revelar las confidencias más íntimas. Tampoco sorprende que sus tensiones internas alcancen las carnes, hasta provocar una implacable comprobación: "una de las manifestaciones más extrañas de mis estados de angustia es esta manía de devorarme la parte de adentro del labio inferior'". Se ha vuelto trivial la enunciación de que el cuerpo encarna lo psicológico. Tampoco hay sorpresa cuando Fritz Zorn, al final de los años 1970, asegura descubrir en su cáncer la salida de una larga historia personal, un conjunto de desgracias, vagabundeos, crispación, todos alojándose en su cuerpo para destruirlo. Su relato orquesta una lenta marcha degenerativa: "me gustaría tratar de rememorar el mayor número de cosas posibles relativas a esta enfermedad, que me parecen típicas e importantes desde mi infancia'". Una fuente psicológica o social lejana explicaría así la inexorable afección física de la que ha sido "víctima" Fritz Zorn.