Hay noches tan oscuras como el silencio, noches en las que abrimos los ojos y nada se revela, salvo el vacío, la ausencia del espacio, de lo tangible. Entonces, en el corazón pesa la sangre y se hielan los huesos y temblamos, abandonados, inertes. Somos, en la ceguera, hombres que transitamos a tientas, descubriendo, apenas con el tacto, las cosas a nuestro alrededor. Y tropezamos y caemos y, quizás, nos quedamos así, tendidos, con miedo a levantarnos, con temor a seguir el juego siniestro de las sombras.Sin embargo, en la hora más aciaga, cuando creemos desfallecer, un estruendo rompe el aire y llega, repentinamente, el relámpago. Su luz sacude la oscuridad y, por un instante, regresan a nuestras pupilas las formas del mundo. Todo se descubre. Aquello que permanecía oculto, es figurado por la intensa luminiscencia del cielo. No hay secreto, ahora, imposible para nuestros sentidos. Nos invade, el prodigio del primer fuego, la llama que urde, desde antaño, lo que nos es velado por la noche.Tras del relámpago, ya no importa que la oscuridad se enseñoree, nuevamente, sobre la tierra. No nos interesa que claridad mengue, hasta extinguirse por completo, dejándonos como al comienzo: inmóviles, irresueltos, desamparados. No importa, porque el oficio de la luz, así sea por endebles segundos, causa un arrojo tal que disipa el miedo y dispone, en nuestro ánimo, una mínima ilusión, la esperanza necesaria para incorporarnos del polvo. Después, con mirada altiva, avanzaremos sin premura, un paso seguido de otro.De igual forma, obra la poesía. Su voz llega como iridiscencia que repercute en el abismo, dándole al hombre la posibilidad de un camino seguro, alejado de la bruma cotidiana. Ya no es la algarabía, el despojo, la desazón del tiempo quien rige nuestras acciones. Un estrecho vínculo se ha creado entre las palabras y el hombre. El poema nos rescata, nos salva, nos humaniza, mientras dura su música. Luego, dentro de nosotros, una estrella renace y volvemos deseosos, cada tanto, en busca de su luz.