A excepción del último de ellos, fechado en 1944 el mismo mes en que falleció su abuela, los relatos de Tennessee Williams reunidos en Ocho mortales poseídas fueron escritos a principios de la década de 1970. Son piezas de madurez, pues, en las que el autor parece volver la mirada a los temas y personajes que lo convirtieron en un clásico desde una nostalgia mordaz y un humor grotesco. «Si no se es capaz de hablar en susurros, lo sabio es gritar», y esta sabiduría del grito preside la semblanza de ocho mujeres que no se resignan a verse atrapadas ni en la «conspiración de mediocridad» a la que las somete el mundo ni tampoco en la irreductible mortalidad que les impone el destino. Puede tratarse de una principessa de ciento dos años que no soporta que la toque «nadie que no sea mi amante», de una «soltera erótica, no frígida, de casi treinta años» que viola las leyes raciales del viejo sur, de una joven que a los veintidós aún no ha tenido la menstruación y aspira a ver su vida «completada», de una poetisa que no puede morirse sin saber antes lo que dirán de ella las necrológicas, o de alguna que otra, en fin, «joven dama heroicamente disoluta». La galería de figuras es luminosa, procaz, muchas veces obscena. La locura como júbilo y la barbaridad como pureza.