La Constitución colombiana de 1991 ha cumplido dos décadas desde su animosa y cataclísmica concepción, siendo considerada por muchos como una de las más completas y vanguardistas cartas de navegación jurídico-política en el mundo. Cierto es que la insoslayable brecha entre lo deseable y lo posible ha hostigado sin tregua al anhelo inquebrantable de los que atesoran la creencia de que un país diseñado para los millones (así sea en el maleable papel) puede sobreponerse a la escritura invisible de los que intentan retenerlo en un puñado de manos, amparándose en prohombres, linajes, fortunas (a veces mal habidas) y prepotentes adalides. Son veinte años en los que la inefable presencia del axioma reglas ciertas, resultados inciertos, ha acompañado el destino nacional como la pesada roca que condenaba a Prometeo a una esfera de lastimera libertad a pasos lentos y azarosos. A pesar de los férreos intentos por minar y vilipendiar la Carta, auspiciados por vanas quimeras retardatarias de poder y vanagloria enfrentadas a mascaradas revolucionarias y sanguinolentas, la conciencia ciudadana ha podido más, aupada por el hastío de la violencia y la sed de justicia e inclusión de numerosos miles.Son veinte años en los que la inefable presencia del axioma reglas ciertas, resultados inciertos, ha acompañado el destino nacional como la pesada roca que condenaba a Prometeo a una esfera de lastimera libertad a pasos lentos y azarosos. A pesar de los férreos intentos por minar y vilipendiar la Carta, auspiciados por vanas quimeras retardatarias de poder y vanagloria enfrentadas a mascaradas revolucionarias y sanguinolentas, la conciencia ciudadana ha podido más, aupada por el hastío de la violencia y la sed de justicia e inclusión de numerosos miles.