El premio Nobel de Literatura a Svetlana en 2015 es un auspicio muy revelador de este primer trecho del siglo XXI en el cual las fronteras, en sus distintas dimensiones, parecen ser un asunto cada vez más incierto y problemático. Incierto porque la tecnología, la atemporalidad de lo inmediato, la nueva captura de los datos están redefiniendo los bordes entre público y privado, entre moral tradicional y progresismo, entre narrativa literaria y periodística, entre ficción y realidad, entre aspiración y realización. Y problemático porque en este mundo, integrado en la apariencia y de distancias acortadas, las fronteras geográficas se están convirtiendo en escenarios de dramas humanos muy dolorosos y complejos, en realidad nada nuevos pero sí visibilizados como nunca por las herramientas tecnológicas, casi en vivo y en directo. El galardón de la Academia Sueca a una periodista, por primera vez en la historia de un premio centenario, no es entonces solo un reconocimiento a una pluma excepcional, a la relación eterna y conflictiva entre dos maneras diferentes de contar, sino un atisbo a estos tiempos de fronteras dilatadas, difusas, que unen pero que a la vez pueden ser severas y tajantes, con una inmensa capacidad de separar.