Cuando en febrero de 1966 emprendí mi primer viaje a China, con mi esposa y dos hijos, de nueve y tres años de edad, fue como si tuviera la certidumbre de haber sido designado, mediante un guiño del zodíaco, entre los millones de colombianos para vivir allí largo tiempo e intentar penetrar en su forma de ser, sentir y pensar. Del país no sabía casi nada, aparte de que allí, a fin de atajar la invasión de los mongoles, se había construido una mura...