Éramos amigos, amantes de los vinos caros, de las mesas de ruleta clandestinas en Viena, de los mesones de los piedemontes albanos, de comer pescado con las manos en las freidurías venecianas o en los puertos del sur de Francia, de discutir asuntos de Estado en las quintas de recreo alicantinas, de las primeras ediciones de Adelphi o Gallimard, de las princesitas belgas, del brillo del sol en los cromados fuselajes de los reactores intercontinentales.